ocaso y muerte del viejo payaso
Había una vez, un mundo lleno de dolor y angustia. En él habitaban un grupo de chicos y chicas que no se animaban a enamorarse por miedo a volverse vulnerables. En ése mundo reinaba un payaso muy poderoso, que se encontraba ya muy viejo.
Durante centurias, el rancio pantomimo había vivido esclavizando a los varones y violando a las nenas. Era un mundo perfecto, donde él era el núcleo central de todo lo que pasaba. Era un mundo creado a su imagen y semejanza.
Cada chica tenía un precio que los muchachos debían pagar para poder estar con ellas. El dinero recaudado por las jóvenes -a las que violaba para luego tirarse a dormir la siesta- iba a parar a las arcas del veterano burlón.
Entre esos chicos y chicas, se encontraba uno que todavía creía en el amor. Él trataba constantemente de enamorar a su princesa azul, pero ella sólo quería sexo y poder. Para la niña el amor era algo imposible de comprender.
El joven se llamaba Gabriel y la doncella Jazmín. Cuando se juntaban cogían, pero al terminar siempre se quedaban abrazados contándose los chismes de que se anoticiaban cuando pasaban la noche en otras alcobas.
El añejo guasón, enterado de la revolución del amor que Gabriel intentaba llevar adelante, decidió tomar represalias contra él. Lo alejó de Jazmín y se lo llevó a trabajar a su palacio.
Su labor diaria era tener que cuidar de los 200 tractores que coleccionaba en su jardín. “¿Por qué no le entrega los tractores a los pobres para que puedan trabajar la tierra, señor payaso?”, le preguntaba Gabriel. “Por qué yo soy el Señor de este lugar. Yo decido quién come y quién no”, le respondía el perverso bromista.
Cuando el pasado hazmerreír se encontraba dormido, Jazmín se escudriñaba hasta donde estaba Gabriel. Ella le ofrecía su cola, pero el joven le negaba con la cabeza. “No quiero tu cola Jazmín, quiero tu corazón”, le contestaba testarudo.
Con el tiempo la niña comenzó a dudar de todo cuanto la rodeaba. “Cuando estoy con vos, en esta habitación horrible llena de herramientas y olor a grasa de tractor, a veces pienso que en algún mundo debe existir el amor”, le susurraba al oído a Gabriel.
Gabriel, decidido a llevar adelante su revolución, empezó a robar partes de los tractores mientras el viejo payaso se encontraba sumido en sus tenebrosas orgías. Se escondía por las noches en el oxidado galpón metálico, que le había dado por vivienda dentro de su palacio, y diseñaba armas capaces de destruir su maldad.
Un día, mientras el arcaico chocarrero se paseaba por el jardín en compañía de una de las chicas, Gabriel le disparó con una de sus potentes armas, pero él ni se inmutó. Lo miró sonriente y le dijo: “Es imposible vencerme. Yo soy el sexo. La luz divina”.
Luego de cada jornada de dura labor, Gabriel volvía cabizbajo a su galponcito sin poder encontrar consuelo. Sólo Jazmín era capaz de levantarle el animo cuando llegaba ungida de sus tortas de dulce de leche, que a él tanto placer le producían.
En una noche tormentosa, Gabriel le prometió a Jazmín: “Cuando el viejo payaso muera, vamos a tener nueve hijos. Todos van a crecer en un mundo libre, donde puedan amar sin ser perseguidos”. Ella lo abrazó y comenzó a sentir dentro de su pecho ese sentimiento que los antiguos pergaminos definían con la palabra “amor”. Palabra que había sido erradicada de todos los diccionarios de la Real Academia de la Lengua Bufónica.
Bañada en lágrimas, escapó hasta su casa y comenzó a vestirse como una gran puta. No le importó que la lluvia le corriera el rimel de los ojos o el rouge de sus labios mientras corría hasta el palacio, era la revolución que estaba tocando a su puerta.
Golpeó tres veces a la entrada de la residencia principal del viejo payaso. Cuando el obediente sirviente abrió, Jazmín alzó la cabeza y le dijo: “Acá estoy, lléveme con el Señor de este mundo. Esta noche seré toda suya”.
El pretérito histrión, más feliz que nunca, se abalanzó sobre la frágil niña. Era la primera vez que una de las chicas se le ofrecía sin resistencia. Era increíble. Era la última noche de su reinado.
Jazmín lo recostó sobre la cama majestuosa que el vetusto mimo usaba para descansar luego de complacer sus perversiones, y le dijo: “Quédese quieto mi Señor, vamos a estar juntos... hasta que la muerte nos separe”.
Los gritos de éxtasis del inmemorial saltimbanqui se oyeron hasta el fin del universo, inclusive –dicen- que en un lejano planeta llamado Tierra confundieron sus gritos con el ensordecedor estallido de la bomba nuclear que acabó con la mitad de su población.
Ése fue el fin del marchito animador.
Bañada en sangre, que brotaba de entre sus piernas, Jazmín se arrastró hasta el galpón donde Gabriel se encontraba. Él la abrazó y le beso la frente, y ella le dijo al oído: “Te amo, lamento mucho no poder cumplir tu sueño. Pero estoy segura de que sea con quién sea que tengas tus nueve hijos, ellos van a ser libres como los pájaros que surcan los cielos en las tardes de primavera”.
El palacio fue destruido y en su lugar fue emplazado un momento dedicado a la mujer que decidió dar su vida para cumplir el sueño del único hombre que amó, en un mundo lleno de penumbras, donde el amor fue capaz de darle la fortaleza que la razón le negaba.
Libres de la opresora figura del viejo payaso, los chicos y chicas se enamoraron y comenzaron a construir un mundo diferente, en el que sus hijos pudieron ser libres para amarse sin temor.
Durante centurias, el rancio pantomimo había vivido esclavizando a los varones y violando a las nenas. Era un mundo perfecto, donde él era el núcleo central de todo lo que pasaba. Era un mundo creado a su imagen y semejanza.
Cada chica tenía un precio que los muchachos debían pagar para poder estar con ellas. El dinero recaudado por las jóvenes -a las que violaba para luego tirarse a dormir la siesta- iba a parar a las arcas del veterano burlón.
Entre esos chicos y chicas, se encontraba uno que todavía creía en el amor. Él trataba constantemente de enamorar a su princesa azul, pero ella sólo quería sexo y poder. Para la niña el amor era algo imposible de comprender.
El joven se llamaba Gabriel y la doncella Jazmín. Cuando se juntaban cogían, pero al terminar siempre se quedaban abrazados contándose los chismes de que se anoticiaban cuando pasaban la noche en otras alcobas.
El añejo guasón, enterado de la revolución del amor que Gabriel intentaba llevar adelante, decidió tomar represalias contra él. Lo alejó de Jazmín y se lo llevó a trabajar a su palacio.
Su labor diaria era tener que cuidar de los 200 tractores que coleccionaba en su jardín. “¿Por qué no le entrega los tractores a los pobres para que puedan trabajar la tierra, señor payaso?”, le preguntaba Gabriel. “Por qué yo soy el Señor de este lugar. Yo decido quién come y quién no”, le respondía el perverso bromista.
Cuando el pasado hazmerreír se encontraba dormido, Jazmín se escudriñaba hasta donde estaba Gabriel. Ella le ofrecía su cola, pero el joven le negaba con la cabeza. “No quiero tu cola Jazmín, quiero tu corazón”, le contestaba testarudo.
Con el tiempo la niña comenzó a dudar de todo cuanto la rodeaba. “Cuando estoy con vos, en esta habitación horrible llena de herramientas y olor a grasa de tractor, a veces pienso que en algún mundo debe existir el amor”, le susurraba al oído a Gabriel.
Gabriel, decidido a llevar adelante su revolución, empezó a robar partes de los tractores mientras el viejo payaso se encontraba sumido en sus tenebrosas orgías. Se escondía por las noches en el oxidado galpón metálico, que le había dado por vivienda dentro de su palacio, y diseñaba armas capaces de destruir su maldad.
Un día, mientras el arcaico chocarrero se paseaba por el jardín en compañía de una de las chicas, Gabriel le disparó con una de sus potentes armas, pero él ni se inmutó. Lo miró sonriente y le dijo: “Es imposible vencerme. Yo soy el sexo. La luz divina”.
Luego de cada jornada de dura labor, Gabriel volvía cabizbajo a su galponcito sin poder encontrar consuelo. Sólo Jazmín era capaz de levantarle el animo cuando llegaba ungida de sus tortas de dulce de leche, que a él tanto placer le producían.
En una noche tormentosa, Gabriel le prometió a Jazmín: “Cuando el viejo payaso muera, vamos a tener nueve hijos. Todos van a crecer en un mundo libre, donde puedan amar sin ser perseguidos”. Ella lo abrazó y comenzó a sentir dentro de su pecho ese sentimiento que los antiguos pergaminos definían con la palabra “amor”. Palabra que había sido erradicada de todos los diccionarios de la Real Academia de la Lengua Bufónica.
Bañada en lágrimas, escapó hasta su casa y comenzó a vestirse como una gran puta. No le importó que la lluvia le corriera el rimel de los ojos o el rouge de sus labios mientras corría hasta el palacio, era la revolución que estaba tocando a su puerta.
Golpeó tres veces a la entrada de la residencia principal del viejo payaso. Cuando el obediente sirviente abrió, Jazmín alzó la cabeza y le dijo: “Acá estoy, lléveme con el Señor de este mundo. Esta noche seré toda suya”.
El pretérito histrión, más feliz que nunca, se abalanzó sobre la frágil niña. Era la primera vez que una de las chicas se le ofrecía sin resistencia. Era increíble. Era la última noche de su reinado.
Jazmín lo recostó sobre la cama majestuosa que el vetusto mimo usaba para descansar luego de complacer sus perversiones, y le dijo: “Quédese quieto mi Señor, vamos a estar juntos... hasta que la muerte nos separe”.
Los gritos de éxtasis del inmemorial saltimbanqui se oyeron hasta el fin del universo, inclusive –dicen- que en un lejano planeta llamado Tierra confundieron sus gritos con el ensordecedor estallido de la bomba nuclear que acabó con la mitad de su población.
Ése fue el fin del marchito animador.
Bañada en sangre, que brotaba de entre sus piernas, Jazmín se arrastró hasta el galpón donde Gabriel se encontraba. Él la abrazó y le beso la frente, y ella le dijo al oído: “Te amo, lamento mucho no poder cumplir tu sueño. Pero estoy segura de que sea con quién sea que tengas tus nueve hijos, ellos van a ser libres como los pájaros que surcan los cielos en las tardes de primavera”.
El palacio fue destruido y en su lugar fue emplazado un momento dedicado a la mujer que decidió dar su vida para cumplir el sueño del único hombre que amó, en un mundo lleno de penumbras, donde el amor fue capaz de darle la fortaleza que la razón le negaba.
Libres de la opresora figura del viejo payaso, los chicos y chicas se enamoraron y comenzaron a construir un mundo diferente, en el que sus hijos pudieron ser libres para amarse sin temor.
1 comment:
Los payasos son buenos! , y lindos, y obscuros :)
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